Junio 2022 | La Cumbre de ¿las Américas?
Antes de la asunción de Joe Biden como presidente de Estados Unidos, se planteó la pregunta: ¿podría hablarse de una nueva relación con América Latina? ¿Es importante la región para Estados Unidos? ¿Traería la nueva administración un cambio significativo de la política estadounidense hacia Latinoamérica?
A riesgo de sonar determinante, afirmamos que la respuesta era: no. El cambio de retórica, tono o estilo que se anticipaba no era un indicio de modificaciones sustanciales en los temas de una agenda en la que América Latina como bloque no ocupaba un lugar central ni prioritario. Dicho ello, si bien de manera secundaria y no proponiendo una política uniforme, los ojos iban a estar puestos en la dinámica de la relación con Cuba, Venezuela, México, Brasil, Colombia, el llamado Triángulo Norte de Centroamérica - El Salvador, Guatemala y Honduras en relación a la cuestión migratoria - y, en menor medida, en el resto de la región.
Anticipamos también más continuidades con la Administración Trump que rupturas. Siquiera podían sugerirse retornos a políticas de la era Obama, como la “apertura” de relaciones diplomáticas con Cuba. Durante su campaña en el estado de Florida - donde reside la comunidad de origen cubano más grande del país - Biden había asegurado que su intención era tratar de recuperar el terreno perdido en los avances del proceso de “normalización” de la relación bilateral. Incluso criticó abiertamente al gobierno de Donald Trump en relación a la política hacia el país antillano (en sus propias palabras, “necesitamos una nueva política hacia Cuba. El enfoque de este gobierno no está funcionando. Cuba no está más cerca de la libertad y la democracia hoy que hace cuatro años”). Sin embargo, nada cambió sustancialmente aún.
Lo que no pareció ser objeto de anticipación fue que Estados Unidos "perdiera prioridad" en las consideraciones de la región, y que al mismo tiempo se lograra algo que no se veía desde casi dos décadas: el simbólico cierre latinoamericano de filas ante la potencia regional. El detonante fue la IX Cumbre de las Américas, a realizarse en Los Ángeles (California) entre el 6 y el 10 de junio próximo.
Desde la primera Cumbre de 1994, estos encuentros de presidentes de todo el continente sirvieron para evidenciar una suerte de estado de situación de las relaciones panamericanas y temas prioritarios de la agenda continental. Y si 2022 es muestra de algo es, por un lado, que aún se sienten los coletazos de la de 2018, Cumbre a la que Trump decidió no ir porque debía “supervisar la respuesta estadounidense a Siria y el desarrollo de eventos en el mundo". En un claro desaire a la región, que se sumó a la lista de comentarios racistas y xenófobos sobre países y migrantes latinoamericanos, Trump se bajó apenas días antes y envió al VP Mike Pence en su lugar. Por otro, que Estados Unidos no se percató que su relación con la región se ha modificado y que el desaire puede ser una calle de doble vía.
Como en 1961 - cuando el gobierno estadounidense presionó a los países de la región para excluir a Cuba de la Conferencia de Presidentes de Punta del Este primero, y de la Organización de Estados Americanos (OEA) después - un importante funcionario de la Administración Biden anunció que Venezuela, Cuba y Nicaragua (la “troika de la tiranía”, según el ex presidente Trump), no estarían invitados al encuentro. Para un presidente que había prometido alejarse de la retórica confrontativa de su antecesor, y que en 2015 era miembro de la Administración que intentó un cambio en la relación Washington-La Habana (entre cuyas medidas se contó invitar a Cuba a la Cumbre de las Américas de Panamá por primera vez) ésta resultó una medida innecesaria.
La exclusión de la convocatoria de estos tres países por su “falta de compromiso con la democracia” provocó el repudio (inesperado para el Departamento de Estado) de la mayoría de los países de la región. Si bien las acciones de los gobiernos referidos son criticables en mayor o menor medida y tienen incontables problemas políticos, sociales y económicos que resolver, Estados Unidos no parece el más indicado para tirar la primera piedra. Su compromiso con la democracia, tanto a nivel doméstico como internacional, ha sido cuestionado desde dentro y fuera del país. Esto incluye desde denuncias de fraude electoral y leyes de restricción al voto en los 50 estados, la existencia de un colegio electoral que filtra la voluntad de la mayoría, el intento de interrumpir el traspaso de poder presidencial el 6 de enero de 2021, prácticas de represión política y criminalización de la protesta social; hasta el apoyo a gobiernos autoritarios que son socios comerciales en Medio Oriente, una historia de intervencionismo regional que incluyó no solo operativos de la CIA sino la abierta promoción de golpes de estado a presidentes elegidos democráticamente, ya sea Chile en los años ‘70 hasta Honduras en 2009 y Bolivia en 2019. Tal vez, como sugerimos en otra ocasión, deberíamos discutir de qué habla Estados Unidos cuando habla de democracia.
México, principal socio comercial y aliado de Estados Unidos, tomó la delantera junto a los 14 países de la Comunidad del Caribe (CARICOM) al anunciar que su participación está condicionada a que “no haya exclusiones”. Luego se sumaron Honduras, Bolivia y Chile, quienes expresaron por un lado su repudio a la medida y, por otro, su solidaridad con la integridad del bloque regional. Incluso el Brasil de Jair Bolsonaro aprovechó la oportunidad para poner en duda su participación, lo que le permitió - semanas después - gestionar un encuentro bilateral con Biden.
El Departamento de Estado, dejando la diplomacia y las instancias de diálogo como plan B, salió con los tapones de punta y lanzó acusaciones de “intento de boicot”. Luego, puso en práctica un plan de contingencia: enviaron a la primera dama, Jill Biden, a una gira de buena voluntad a países cuya participación en la Cumbre no estaba comprometida (Ecuador, Panamá, y Costa Rica) y al senador Chris Dodd, asesor especial para la Cumbre, como encargado de acercarse al presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, además de otros enviados a países como Argentina. Sin embargo, a dos días del inicio del evento, la emisión de invitaciones y la lista definitiva de asistentes es un punto de contingencia y la principal amenaza a su realización.
Si bien habría que relativizar lo del “boicot” (el hecho de que el presidente de México no vaya a la Cumbre no significa que el país no vaya a estar representado por una delegación liderada por el Canciller de Relaciones Exteriores Marcelo Ebrard), esto nos sugiere algo importante. La relación de Estados Unidos con América Latina ha sufrido modificaciones… y la relación de América Latina con Estados Unidos, también.
Estados Unidos sigue siendo la potencia regional, sí. Pero pasó a ser una potencia no hegemónica que enfrenta complejos desafíos domésticos y en el orden internacional. China le viene pisando los talones y se ha convertido en el segundo socio comercial más grande de la región (y el principal en Sudamérica). Ha comenzado a establecer asociaciones estratégicas, incrementó sus inversiones e importaciones provenientes de la región, logró la adjudicación de proyectos de tecnología, energía, transporte y minería, multiplicó los convenios educativos y culturales, y se posiciona cada vez más como acreedor regional.
En 2019, y en respuesta al creciente número de países latinoamericanos que adhirieron al plan chino de infraestructura One Belt, One Road (Una Franja, Una Ruta), la Administración Trump creó Growth in the Americas, programa que fue seguido por la propuesta de Biden de destinar US$ 4 billones “para combatir las causas más profundas de la migración de personas en Centroamérica”. Ambas iniciativas se alinean con el fomento de inversiones privadas en infraestructura en América Latina y el Caribe, a través de cambios en los marcos regulatorios de los países de la región y sus estructuras de adquisición con miras a “satisfacer las necesidades de financiación de proyectos cuyos recursos son limitados”. En principio, el acento estuvo en la flexibilización de las condiciones de inversión, la eliminación de impuestos y el abaratamiento de la mano de obra para atraer la inversión privada norteamericana, más que en los recursos que Estados Unidos podía asignar, que no se equiparan con los que China está preparado para invertir y que – a pesar de reducciones de fondos en 2019-2020 — está invirtiendo ya.
Si bien Estados Unidos tiene una campaña política muy fuerte y reaccionaria en contra de la influencia económica, comercial, política y tecnológica de China en la región, más allá de presiones políticas y la potencial amenaza de sanciones, según los casos, eso no parece ser suficiente para recuperar la iniciativa.
Mientras Estados Unidos pretende marcar el ritmo de la agenda, América Latina encontró la forma, en el marco de la “crisis de la Cumbre”, de indicar que la aspiración es una agenda compartida con la región. Matías Bianchi (director de Asuntos del Sur), afirmó que esta crisis política de las Américas
obstaculiza la necesaria reconstitución de espacios de articulación hemisférica. La pandemia desnudó la debilidad de los espacios de diálogo y articulación multilateral y el resultado ha sido catastrófico: el continente con más muertes por la covid-19, con el mayor impacto socio-económico y con las mayores desigualdades en la distribución de vacunas. Este es un momento que requiere de espacios que generen encuentros, intercambios y discusiones, especialmente en la diferencia. Es imposible avanzar en agendas como las del combate al narcotráfico, las migraciones, el capitalismo financiero desregulado o el cambio climático sin tener a todas las Américas sentadas en la mesa. En un contexto de guerra, pandemia y crisis económica este es un lujo que no nos podemos dar.
A ello sumaría que no se puede promover la democracia partiendo de una actitud antidemocrática como la de excluir a países de la región sin un consenso regional que lo sustente, además de no clarificar cuáles serán los ejes de discusión de una agenda que - se supone - debe ser competencia de la región en su conjunto.
Esto plantea también ciertos interrogantes: ¿Cuál es la importancia de esta cumbre para Biden? ¿Qué está en juego? ¿A qué responde la decisión de excluir a ciertos países y que implicaría ceder - o no - a la presión de revertir el anuncio? Y la respuesta está necesariamente en la política doméstica.
En primer lugar, Estados Unidos enfrenta un “año electoral”. En noviembre se realizan las elecciones de medio término, en las que el oficialismo no solo corre el riesgo de perder su ajustada mayoría en ambas cámaras (particularmente en el Senado) y con ello de llevar a cabo alguna agenda legislativa en los próximos dos años, sino que se definen la mayoría de las gobernaciones del país. Esto podría explicar por qué después de tenderle una mano a Venezuela y Cuba, se anunció una medida que va en sentido contrario. En marzo de 2022, Biden envió a Caracas a uno de sus principales asesores para la región, Juan González, para hablar con Nicolás Maduro sobre cuestiones energéticas en el contexto de la guerra Ucrania-Rusia y el aumento de los precios del petróleo, en lo que constituyó el acercamiento más significativo entre ambos gobiernos en los últimos años. Y el 16 de mayo, luego de que saliera a la luz lo de las exclusiones, el Departamento de Estado anunció una serie de medidas de “flexibilización” hacia Cuba que refieren a remesas, viajes y actividades consulares. La razón de la retractación parecería ser no alienar el “voto latino”, pero sobre todo no alimentar la retórica de referentes conservadores entre la comunidad latina como el senador Marco Rubio o, peor aún, de miembros de su propio partido como el senador demócrata por el estado de New Jersey, Bob Menéndez.
Menéndez es presidente de la comisión de relaciones exteriores, miembro de la Comisión de Bancos y Finanzas, y referente del lobby conservador hispano en Washington D.C., además de un voto crucial en una Cámara Alta empatada en 50-50. La respuesta del senador a las medidas de Estados Unidos hacia Venezuela y Cuba referidas en el párrafo anterior fue muy dura y de un rechazo absoluto, consiguiendo detener nuevos avances en dicha iniciativa.
En segundo lugar, Estados Unidos pretende priorizar un tema que también tiene consecuencias regionales: la cuestión migratoria. El gobierno estadounidense busca mayor cooperación para “ordenar” (en el sentido de limitar y regularizar) la migración de países que - por sus propias situaciones socio-políticas, económicas, y de violencia y seguridad - son expulsores de población. Entonces, la expectativa de “compartir los costos” de la migración y reducirla para ambas partes requerirá de complicadas negociaciones, acuerdos, programas de ayuda y fondos. A ello se suma, como analizamos en un artículo para CLACSO en 2021, la situación en la frontera sur ante el incremento en el número de detenidos por intentar cruzar la frontera, un tema de conflicto tanto entre estados fronterizos como Texas y Arizona y el gobierno federal, como entre Estados Unidos y México.
En tercer lugar, Estados Unidos parece no haberse percatado de dos cuestiones centrales. Por un lado, que el orden internacional (o el regional) no es el mismo de los años de la inmediata posguerra fría. Esto habría evitado situaciones “poco felices” como cuando el asesor de seguridad nacional John Bolton afirmó en 2019 que “la doctrina Monroe está vivita y coleando”; o cuando hace pocas semanas, la Subsecretaria Adjunta para Asuntos del Hemisferio Occidental del Departamento de Estado actual, Kerri Hannan, culpó a Cuba del rechazo generalizado a las exclusiones y cuasi amenazó a los que llamó “países recalcitrantes” quienes, de persistir en su actitud, “perderían una oportunidad de relacionarse con Estados Unidos”. Por otro, que América Latina están girando nuevamente hacia opciones que a los ojos de muchos se presentan como más “progresistas” (los casos de Chile, Perú, Honduras, Argentina, México, a los que podría sumarse Colombia, con la la victoria de Gustavo Preto, y el retorno de Lula Da Silvia a la presidencia de Brasil) y más propensas al regionalismo, al fortalecimiento de relaciones bilaterales y a la cooperación e integración regional no mediatizadas por Estados Unidos.
Por último, una dura realidad para el país del norte: la visión de China como amenaza para América Latina no es unánime. Desde una visión pragmática, la región se ve forzada, en última instancia, a elegir entre dos males y optar por el menor.
Estados Unidos parece haberse encerrado en su propio callejón sin salida. Al plantear un innecesario escenario diplomático, gestó su propia lose-lose situation. Si bien América Latina no es una prioridad en una agenda de política exterior con temas urgentes y acuciantes (Ucrania, Rusia, la OTAN, China, ciberterrorismo, guerra comercial, alianzas en la región Asia-Pacífico, Taiwán, Medio Oriente), los escenarios posibles - ya sea ceder a las presiones regionales de dar marcha atrás con lo anunciado, o no hacerlo y que la Cumbre a) no se realice o b) no cuente con la participación de todos los estados miembros - alimentará el mensaje de “fracaso” en el manejo de la política exterior de Estados Unidos, lo que le permitirá a la oposición capitalizar una nueva andanada de críticas al presidente de cara a las elecciones de noviembre.