Esta semana, les comparto la versión inédita del artículo que salió ayer nomás en Le Monde Diplomatique como nota central.
Para los que deseen ver la versión publicada, pueden hacerlo haciendo click AQUÍ.
A los que prefieran la versión extendida, y ya con el 5 de noviembre encima, los invito a leer a continuación.
El Auge de la Violencia Política en Estados Unidos
En la última década, el incremento de la violencia política en Estados Unidos encontró su punto de mayor tensión durante las elecciones presidenciales de 2020. Desde entonces, se observa un considerable aumento de los niveles de violencia, amenazas, intimidaciones y ataques a funcionarios públicos de diverso rango, desde miembros de juntas escolares locales, alcaldes, legisladores estaduales federales, hasta el expresidente Donald J. Trump.
En 2023, un informe especial de Reuters señaló que desde 2016 Estados Unidos está viviendo el mayor y más sostenido aumento de la violencia política desde la década de 1970. A diferencia de aquella época, gran parte de la violencia actual se dirige contra individuos o grupos de personas, en lugar de edificios públicos o propiedades, y los autores intelectuales y materiales no provienen ya de la “izquierda radical”, sino de la extrema derecha.[1]
La premisa resulta parcialmente cierta. La violencia política de ayer y de hoy se dirige tanto a personas como instituciones que representan, material o simbólicamente, un espacio de poder, la sensación de pérdida de status o privilegio, una reacción a procesos de cambio social, una forma de resistencia frente a lo que ciertos sectores perciben como amenazas a la hegemonía blanca y a sus ideales.
Otra oleada de violencia se produjo en el marco de las elecciones legislativas de 2022, epílogo de la toma del Capitolio del 6 de enero de 2021. La misma profundizó la crisis institucional que atraviesa el país, sumando tensiones a un año electoral ya cargado de controversias sobre fraude y restricciones electorales, anticipando lo que muchos consideran podría suceder en noviembre de 2024. Ese año, tras numerosos incidentes que incluyeron ataques a funcionarios e instituciones públicas como las oficinas del FBI en Cincinnati (Ohio)[2] o el Capitolio en Washington D.C.[3], el Departamento de Seguridad Nacional (DHS) publicó un boletín de inteligencia alertando sobre el aumento de amenazas y actos de violencia, incluidos enfrentamientos armados contra las fuerzas de seguridad, el poder judicial y personal gubernamental.[4]
Esto fue un aditivo a las advertencias previas del FBI y el DHS sobre el crecimiento de grupos paramilitares extremistas “motivados política e ideológicamente” y la creciente amenaza de actos de terrorismo doméstico, particularmente en contextos electorales y de polarización política creciente. En 2018, el FBI había vuelto a advertir sobre la imperiosa necesidad de considerar el creciente número de ataques perpetrados por extremistas blancos como una seria amenaza a la seguridad nacional.
La advertencia coincidió con el informe publicado por el Anti-Defamation League Center on Extremism, quien reportó que el 71% de las muertes relacionadas con extremistas entre 2008 y 2017 fueron cometidas por miembros de grupos supremacistas blancos o de extrema derecha. A pesar de esos índices, durante dos décadas, las operaciones antiterroristas de Estados Unidos, a las que se destinó casi 3 billones de dólares entre 2002 y 2017,[5] se centraron principalmente en amenazas extranjeras.
En abril y nuevamente en septiembre de 2020, informes del DHS sobre evaluación de amenazas referían a los grupos supremacistas blancos como “la amenaza terrorista nacional más persistente y letal que enfrenta Estados Unidos, por sobre el peligro inmediato de los grupos terroristas extranjeros”. Rusia aparecía como la principal amenaza para difundir desinformación,[6] además de referir a las capacidades de guerra cibernética de Irán y China, y el aumento de la migración hacia la frontera sur.
Hacia finales de aquel importante año electoral, el DHS alertó sobre un “contexto de amenazas crecientes al menos hasta principios del próximo año”, concluyendo que los grupos extremistas habían capitalizado el aumento de las tensiones sociales y políticas durante los cuatro años anteriores.[7] Tras la toma del Capitolio, el secretario general de las Naciones Unidas, Antonio Gutiérrez, advirtió que la supremacía blanca y los movimientos neonazis constituían una “amenaza transnacional” que aprovecharon la pandemia y el acceso que les brindan los medios electrónicos y las redes sociales para fortalecer su influencia. Posteriormente, en mayo de 2021, el fiscal general de Estados Unidos, Merrick B. Garland, y el secretario de Seguridad Nacional, Alejandro N. Mayorkas, reafirmaron ante el Comité de Asignaciones del Senado que la mayor amenaza interna para Estados Unidos provenía de “extremistas violentos con motivaciones raciales o étnicas. Específicamente aquellos que abogan por la superioridad de la raza blanca”[8].
Como consecuencia, la Casa Blanca presentó su Estrategia Nacional para Contrarrestar el Terrorismo Interno, la cual fue actualizada en 2022 y 2023.[9] En primer lugar, la estrategia define “terrorismo doméstico” como actos que implican un peligro para la vida humana y que constituyen violaciones a las leyes penales de Estados Unidos o de cualquier Estado. Estos actos tienen como objetivo intimidar o coaccionar a una población civil, influir en la política de un gobierno mediante intimidación o coerción, o afectar la conducta de un gobierno mediante la destrucción masiva, el asesinato o el secuestro; y ocurren principalmente dentro de la jurisdicción territorial de Estados Unidos.
Según los parámetros del documento, la amenaza actual del terrorismo doméstico involucra una combinación compleja de elementos. Esta amenaza incluye redes de extremistas con motivaciones raciales o étnicas, cuyo odio hacia ciertos grupos etno-raciales o religiosos los impulsa a la violencia o a la incitación a otros a cometer actos violentos. En muchos casos, enfocan su animadversión hacia segmentos específicos de la población como los colectivos no-blancos, inmigrantes, comunidades religiosas no-cristianas, mujeres y niñas, personas LGBTQI+ u otros. Su racionalidad se afinca en la idea de superioridad de la raza blanca que promueve la violencia como medio para defender conceptos de “pureza” etno-racial.
Otra amenaza proviene de extremistas antigubernamentales u opositores a la autoridad institucional organizados en milicias o grupos paramilitares que buscan “resistir violentamente a la autoridad o leyes del gobierno o facilitar el derrocamiento del gobierno de Estados Unidos […] Otros terroristas domésticos pueden estar motivados a la violencia según ideologías monotemáticas relacionadas con el aborto, los derechos de los animales, el ambientalismo, la abstinencia sexual, y otros; o bien por una combinación de influencias ideológicas.”[10]
Una historia de violencia
Históricamente, la utilización de la violencia como herramienta en el ejercicio del poder político ha estado asociada principalmente con regiones distintas a aquellas donde ciertos grupos han disfrutado de dicha prerrogativa. Los mismos que se sorprendieron por el estallido de una nueva guerra en el Este de Europa, que es justamente uno de los continentes más violentos de la historia, se refirieron a la “latinoamericanización” de la política estadounidense para señalar el aumento de la violencia física y verbal como factores que contribuyen a la “polarización” y radicalización que atraviesa ese país. Sin embargo, la violencia política ha sido un elemento constante en el ejercicio del poder en Estados Unidos.
La historia de la violencia en Estados Unidos es larga y comienza incluso antes de su conformación como nación independiente. Las colonias británicas en América del Norte dependieron de la violencia como forma de expandir sus fronteras, controlar recursos como la tierra o los ríos, y consolidar su poder. La colonización estuvo marcada por la subyugación de pueblos indígenas, desplazados, masacrados y despojados de sus tierras a través de una política de violencia sistemática. Esta violencia fue justificada bajo la idea de la superioridad cultural y racial de los colonos, sentando las bases para una jerarquía racial que definiría la relación entre blancos, indígenas y, más tarde, personas esclavizadas de origen africano.
La violencia también se expresó desde arriba en la práctica legal e institucional de la esclavitud racial, un sistema que durante más de dos siglos dependió enteramente de la esclavización, coacción y despojo de un colectivo de personas, no solo como medio para controlarlos, sino como una expresión del racismo inherente a la sociedad. Esta forma de violencia racial, racionalizada a través de leyes, prácticas y normas sociales, permitió la explotación económica de millones de personas, y consolidó la supremacía blanca como pilar fundamental de la estructura social estadounidense.
Desde la misma guerra civil (1861-1865), en el marco de la reconfiguración del entramado sociopolítico y económico que implicó la emancipación de las personas esclavizadas y su nueva condición de ciudadanos (Enmienda 15), el surgimiento de grupos supremacistas como el Ku Klux Klan (1865-presente) buscó reprimir, intimidar y aterrorizar a ciudadanos negros durante la era de la Reconstrucción (1865-1877). A ello siguieron los años de Jim Crow, un sistema de segregación racial legal durante los cuales la violencia se utilizó como herramienta predilecta para reforzar la subordinación de colectivos no-blancos, especialmente los afrodescendientes. Durante este período, los linchamientos se convirtieron en una práctica extralegal cotidiana, sin castigo punitivo para sus autores, donde miles de personas fueron asesinadas sin juicio. A eso se suma la violencia contra organizaciones de derechos civiles y políticas, sindicatos y partidos minoritarios.
Los atentados y asesinatos contra líderes y funcionarios políticos, así como referentes sociales, militantes y presidentes han sido una constante, que ha marcado hitos clave en la historia del poder en Estados Unidos. Solo en 1968, considerado uno de los años más violentos en lo que hace a conflictividad social en ese país, fueron asesinados el emblemático líder del movimiento por los derechos civiles, Martin Luther King Jr., y el precandidato presidencial por el Partido Demócrata, Robert Kennedy, episodios que ocurrieron con apenas dos meses de diferencia. Además, se registraron violentas revueltas en más de 125 ciudades, junto con cientos de arrestos y muertos en el contexto de masivas manifestaciones políticas. Y ya en el siglo XXI, es imposible ignorar el impacto del asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021, un evento que dejó un saldo de cinco muertos y significó un antes y un después en la percepción de la violencia político-institucional.
Esto enmarcó el relevamiento realizado por el Project on Security and Threats de la Universidad de Chicago. El mismo reveló que segmentos significativos de la opinión pública general apoyaban la apelación a la violencia como forma de alcanzar objetivos políticos. Según el reporte, aproximadamente 18 millones de adultos estadounidenses consideraban que el “uso de la fuerza está justificado” para reinstaurar a Trump en el poder, mientras que más de 50 millones creían que Joe Biden era un presidente ilegítimo y fraudulento. Ante la pregunta sobre qué implicaba el “uso de la fuerza”, la respuesta fue: violencia como la que se produjo el 6 de enero de 2021[11].
Pero el reporte reveló también otras cuestiones. Estos 18 millones con “simpatías insurreccionales” cuentan con capacidades, recursos y entrenamiento peligrosos: 8 millones poseen armas, 2 millones tienen entrenamiento militar, cuentan con potencial de crecimiento organizacional a corto plazo, 1 millón es miembro o conoce una milicia y 6 millones apoyan a grupos antigubernamentales.[12] Aun así, la principal conclusión a la que arriba es que el riesgo de violencia política no se limita a grupos extremistas como los referidos, para los que la violencia es parte central de su ideología y comprenden un margen del 1% o menos de la población estadounidense.[13] “El riesgo de violencia política está relacionado con una minoría significativa, casi 10 veces mayor que aquellos que componen a esos grupos militantes, y que no es algo marginal sino que es [una tendencia] mainstream de la sociedad estadounidense.”[14]
Dicho esto, aunque la justificación de la violencia política está asociada predominantemente a la supremacía blanca y al extremismo de derecha - que históricamente han demostrado una mayor capacidad de organización y violencia - esta no parece ser una prerrogativa exclusiva de estos sectores. De hecho, hay un apoyo significativo a la apelación a la violencia política entre quienes se identifican como “liberales” o “progresistas”: alrededor de 10 millones de demócratas consideran que el uso de la fuerza está justificado “para cambiar las leyes e instituciones estadounidenses que son fundamentalmente injustas”, y otros tantos coinciden en que “se justifica el uso de la fuerza contra la policía”.[15]
La sucesión de episodios de violencia política parece compartir un común denominador. Según Liliana Mason, de la Universidad Johns Hopkins, “el uso intensificado de un lenguaje belicoso, deshumanizante y apocalíptico, particularmente por parte de figuras prominentes en la política y los medios de comunicación, ha contribuido a esta situación. La ira puede ser una emoción realmente productiva en el ámbito político; motiva a las personas a participar. Sin embargo, esta misma ira puede transformarse fácilmente en violencia. Es una poderosa herramienta electoral que puede ser mal utilizada con facilidad”.[16]
La normalización de la violencia política, impregnada de fuertes tintes ideológicos y raciales, ha alcanzado nuevos niveles de visibilidad, alimentada por un entorno político polarizado y una retórica que a menudo legitima el uso de la fuerza para resolver disputas. La creciente presencia de grupos armados de extrema derecha y supremacistas blancos en manifestaciones públicas, así como los atentados motivados por el odio racial, indican que la violencia no solo persiste, sino que en ciertos sectores de la sociedad se ha vuelto más aceptable o incluso normalizada. Este peligroso clima es el que enfrentamos de cara a las elecciones de noviembre, donde la violencia y el terrorismo doméstico representan una amenaza real y creciente, especialmente en momentos de agitación política y de transición de poder.
[1] Ned Parker, Peter Eisler, “Political violence in polarized U.S. at its worst since 1970s”, Reuters, 09/08/2023.
[2] Elisha Fieldstadt, Ken Dilanian, Tim Stelloh, Ryan J. Reilly, “Armed man who was at Capitol on Jan. 6 is fatally shot after firing into an FBI field office in Cincinnati”, CNBC, 11/08/2022.
[3] “Horror en Estados Unidos: un hombre estrelló su auto contra el Capitolio, hizo disparos al aire y se suicidó”, El Cronista, 14/08/2022.
[4] Ryan Lucas, “FBI, Homeland Security warn about threats to law enforcement after Trump search”, NPR, 15/08/2022.
[5] Council on Foreign Relations, Homeland Security Emerging Threats: Domestic Terrorism and White Supremacy, 8/12/2020.
[6] Betsy Woodruff Swan, “DHS draft document: White supremacists are greatest terror threat”, POLITICO, 4/09/2020.
[7] Ídem.
[8] Eileen Sullivan, Katie Benner, “Top law enforcement officials say the biggest domestic terror threat comes from white supremacists”, The New York Times, 12/05/2021.
[9] National Security Council, “National Strategy to countering domestic terrorism”, 15/06/2021. Para las referencias que se realizan a continuación, se toma también como referencia la versión más actualizada: White House, “FACT SHEET: National Strategy for Countering Domestic Terrorism Strategic Implementation Update”, 27/06/2023.
[10] National Security Council, op. Cit. pp. 8-9.
[11] Robert A. Pape, “Millions of Americans believe political violence is justified. Here’s how to prevent it”, Boston Globe, 16/08/2022.
[12] Ídem.
[13] El Southern Poverty Law Center es una organización que, entre otras iniciativas, se dedica a monitorear organizaciones de este tipo. Para 2023, a través de su proyecto Hate Map, había identificado 1430 organizaciones de odio y antigubernamentales en todo el país.
[14] Robert A. Pape, op. cit.
[15] Ídem.
[16] Alan Feuer, "Right-Wing Rhetoric, Hate and a Plot to Kill." The New York Times, 13/08/2022.