Septiembre, 2022 | Mainstream Violence
Nota: No hay intencionalidad ni timing especial en el contenido de esta entrega, que venía preparando hace unos días. Pero, claramente, hay tendencias subyacentes porque las cosas raramente suceden en un vacío. Espero sus comentarios y, como siempre, gracias por leer.
Hace unos días, The New York Times dedicó una nota al aumento en los niveles de violencia, amenazas, intimidaciones y ataques personales a funcionarios públicos, miembros de Juntas Escolares, auxiliares de vuelo, bibliotecarios e incluso miembros de legislaturas estaduales y del Congreso federal. En los últimos tiempos, la progresión en el aumento de la violencia política en los Estados Unidos tuvo su punto de propulsión en el proceso eleccionario de 2020. La tensión ha aumentado nuevamente con el comienzo de las primarias para las elecciones legislativas de noviembre de 2022, registrándose un pico luego de la reciente redada del FBI en Mar-A-Lago, la residencia de Donald J. Trump en el estado de Florida, en el marco de las audiencias públicas del Congreso por los sucesos del 6 de enero de 2021, y en la que se incautaron 11 cajas de documentos clasificados.
Trump y los suyos salieron con los tapones de punta y refirieron a todo el episodio y las acusaciones en su contra (violación de la Ley de Espionaje, incitación a una insurección, eliminación u ocultamiento ilegal de registros públicos, obstrucción de una investigación del Congreso, entre otros) como una “caza de brujas” y una persecución meramente política. Hubo legisladores republicanos que llegaron a pedir la “desfinanciación” del FBI y el juicio político de Merrick Garland, fiscal general de Estados Unidos, después de que se diera a conocer que fue él quien autorizó el allanamiento.
Inmediatamente después se sucedieron episodios que dan un peligroso marco a la crisis institucional que viene atravesando Estados Unidos, y que dan otro tono a un año electoral ya marcado por la polémica y las denuncias de fraude y restricción electoral. Al día siguiente de que un hombre armado fuera abatido por la policía cuando atacó con un fusil AR-15 una oficina del FBI en Cincinnati (Ohio) y otro estrellara intencionalmente su vehículo contra una barricada cerca del Capitolio en Washington D.C. y saliera disparando al aire, el Department of Homeland Security (DHS) publicó un boletín de inteligencia en el que advirtió sobre un “aumento de las amenazas y los actos de violencia, incluidos los enfrentamientos armados, contra las fuerzas del orden, el poder judicial y el personal gubernamental”.
Esto no es nuevo. Tanto el FBI como el DHS vienen advirtiendo sobre el incremento de grupos paramilitares extremistas “con motivaciones políticas e ideológicas” y la creciente amenaza de actos de terrorismo doméstico, aspecto que discutimos en una de nuestras entregas de mayo. Según agencias oficiales, existen actualmente cerca de 2700 investigaciones en curso relacionadas con amenazas creíbles de terrorismo doméstico y un récord de 9600 amenazas contra miembros del Congreso registradas por la policía del Capitolio.
La apelación a la violencia como dinámica del ejercicio del poder político ha estado históricamente asociada a otras regiones del globo, excepto a aquellas en donde ciertos grupos tienen la prerrogativa de su ejercicio. Aquellos que se sorprendieron del estallido de una (nueva y van) guerra en el este de uno de los continentes más violentos de la historia, han hablado de la “latinoamericanización” de la política estadounidense para referirse al aumento de la violencia física y verbal como factor de la “polarización” y radicalización que vive el país. Sin embargo, la violencia política ha sido un elemento intrínsecamente constante del ejercicio del poder en ese país. A pesar de lo que el imaginario popular ha recreado sobre el ejercicio de la política en Estados Unidos, la violencia ha tenido más preeminencia que las prácticas democráticas y el ejercicio del derecho electoral. Desde la misma guerra civil (o de secesión, a quien más guste el término), hasta las prácticas para imponer las leyes en el Sur después del conflicto bélico por parte de las tropas de la Unión, o la violación de dichas leyes por parte de los grupos supremacistas que aterrorizaban a ciudadanos negros durante el período de la reconstrucción y los años de Jim Crow, o la violencia civil y política contra organizaciones de derechos civiles y políticas, sindicatos y partidos minoritarios. Los atentados y asesinatos políticos contra líderes y referentes sociales, de derechos cívico-políticos y nacionalistas e incluso presidentes han sido una constante a lo largo del siglo XIX y XX. Y ya en el XXI, cómo ignorar el antes y después que implicó el asalto al Capitolio el fatídico 6 de enero de 2021.
Si bien el apoyo a la violencia política se duplicó entre los conservadores y republicanos cuando Trump apareció en escena, actualmente aumentó entre otros sectores. Según un informe de la Universidad de Chicago, “segmentos significativos del público en general, no solo pequeños sectores, apoyan la apelación a la violencia como forma de alcanzar objetivos políticos”. Según el relevamiento realizado por el grupo de trabajo Project on Security and Threats liderado por el Prof. Robert A. Pape,
entre 15 y 20 millones de adultos estadounidenses están de acuerdo en que el “uso de la fuerza está justificado” para restaurar a Trump en la presidencia y más de 50 millones están de acuerdo en que Joe Biden fraguó las elecciones de 2020 y es un presidente ilegítimo. También llevamos a cabo grupos focales y preguntamos qué pensaban los encuestados que significaba el "uso de la fuerza" y la abrumadora respuesta fue: violencia como la que se produjo el 6 de enero [de 2021].
En general, nuestra encuesta de abril [de 2022] reveló que aproximadamente unos 18 millones de adultos consideran tanto que la fuerza está justificada a favor de Trump como que Biden es un presidente ilegítimo. Estos 18 millones con simpatías insurreccionales pro-Trump tienen capacidades y entrenamiento peligrosos (8 millones poseen armas, 2 millones han pasado por el servicio militar) y potencial de crecimiento organizacional a corto plazo (1 millón es miembro de o conoce una milicia, 6 millones apoyan a grupos paramilitares anti-gubernamentales como los Oath Keepers y grupos extremistas como los Proud Boys).
El hallazgo central de nuestra encuesta es que el riesgo de violencia política pro-Trump no se limita a grupos violentos como los Oath Keepers, Proud Boys y grupos similares para los que la violencia es una parte central de su ideología, grupos militantes que comprenden un margen del 1 por ciento o menos de la población estadounidense. El riesgo de violencia política está relacionado con una minoría significativa, casi 10 veces mayor que aquellos que componen a esos grupos militantes, y que no es algo marginal sino que es [una tendencia] mainstream de la sociedad estadounidense.
Dicho ello, la justificación de la apelación a la violencia política no parece ser una prerrogativa de los Trumpistas. Según el informe referido, hay un significativo apoyo a la apelación a la violencia política de personas que se identifican como “liberals” o “progressives”: “unos 10 millones de demócratas consideran que se justifica el uso de la fuerza ‘para cambiar las leyes e instituciones estadounidenses que son fundamentalmente injustas’, mientras que otros tantos están de acuerdo en que ‘se justifica el uso de la fuerza contra la policía’''.
Para aquellos que creen que un camino podría ser el de la “unánime condena” a los episodios de violencia por parte de figuras políticas, pues muchas personalidades han decidido subirse a otro tren. Mientras el mismo Trump ha sido acusado por el January 6th Committee to Investigate the Assault on the US Capitol de intento de insurrección e incitación a la violencia, la retórica de importantes figuras del partido republicano se alinea cada vez más con la de su ex-líder. Hace pocos días, Lindsey Graham, el senador por la históricamente violenta Carolina del Sur - ese estado donde se sucedió el primer golpe de estado en la historia de los Estados Unidos -, profirió una expresa amenaza. Luego de la redada del FBI dijo en declaraciones a Fox News que “si Donald Trump es llevado a juicio por mal manejo de información clasificada después de la debacle de [Hillary] Clinton, habrá disturbios en las calles”.
Esto se suma a las siempre violentas diatribas del mismo Trump o de legisladores como Marjorie Taylor Greene, Lauren Boebert, Ted Cruz, y otras figuras de menor envergadura pero de proyección estadual o federal que parecen determinados a hacer de la violencia la base de su plataforma política.
En el artículo referido al comienzo de esta entrega, Alan Fuerer afirma que si bien la sucesión de episodios de violencia “puede parecer dispar, al ocurrir en diferentes momentos y lugares, y [siendo ejercida] hacia diferentes tipos de personas” - a lo que podríamos agregar anómala si lo pensamos en contextos más cercanos -, los especialistas en la materia señalan un común denominador:
“el uso intensificado de lenguaje belicoso, deshumanizante y apocalíptico, particularmente por parte de figuras prominentes de la política y los medios de comunicación (...) La ira puede ser una emoción realmente productiva para la política”, afirmó Lilliana Mason, profesora asociada de ciencias políticas en la Universidad Johns Hopkins. “Ayuda a motivar a las personas a participar en la democracia… pero puede convertirse fácilmente en violencia. Es una poderosa herramienta electoral que puede ser mal utilizada con facilidad”.